El misterioso caso del sobre en blanco en mi buzón

Una vez más, al llegar del trabajo que me mata lentamente, me detuve delante de la hilera de buzones de madera del portal e introduje la pequeña llave en el mío. No esperaba encontrar dentro nada especial, ya que desde hace ya muchos años nadie recibe cartas importantes; solo ofertas de clínicas odontológicas o el tradicional 2×1 de lunes a jueves para el chino del barrio. Esos panfletos a dos tintas que suelen acabar en la papelera que está justo debajo, donde se puede leer la palabra «publicidad» escrita con malicia; o dentro del cajetín de la vecina de arriba –como venganza por pisotear mis sueños a horas intempestivas–. Pero aquella ocasión fue distinta: solo había un sobre. Pero no el típico del Ayuntamiento diciéndote que había llegado la esperada hora de pagar el numerito del coche, o la del banco de turno recordándote los pocos ceros que hay en tu cuenta… No; era un sobre en blanco, por delante y por detrás, sin remite ni remitente, nada. Además, era de esos casi extinguidos que se cierran chupando la solapa, y no con la revolucionaria banda adhesiva que de un tiempo a esta parte nos ha evitado tantos momentos amargos. Así que, en mi subconsciente se encendió una alerta: ¡código rojo!, ¡código rojo!

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Cerré la puerta del piso y me senté en el sofá de orejas que reina en mi destronado salón, lanzando con un desinterés fingido mi tesoro encima del cristal de la mesita de fumador. Lo observé durante largo rato con preocupación, mientras éste me devolvía la mirada más vacía que había recibido en mi vida.

Lo que dura un cigarro en consumirse fue suficiente para darme cuenta de que necesitaba fumarme otro antes de abrir el sobre… Al tiempo que me encendía el tercero cogí el sobre entre mis manos llenas de humo. Lo sostuve sobre una palma calculando su peso por unos segundos. Pesaba más que uno normal y estaba mullido… Eso quería decir que podía contener perfectamente tres o cuatro folios doblados con esmero. Me lo acerqué a la nariz y respiré profundamente. El olor a papel mezclado con un leve rastro de crema hidratante, me hizo teletransportarme a un paraíso pasado, ya descolorido, recreándolo con todo detalle en aquel viejo salón: una de esas películas que no me cansaría de ver nunca.

Justo cuando me había decidido a abrirlo… me entró el pánico. Me aterrorizó la idea de que realmente se tratase de una estrategia comercial para llamar mi atención y que lo del sobre en blanco fuese solo para otorgarle un valor emocional a un folleto de venta por catálogo. Mi carrera en el mundo del marketing me había enseñado que no hay nada como crear una expectativa que despierte el interés del consumidor, para que tu inversión publicitaria no acabe en el cubo de la basura sin leer, o que el susodicho cambie rápidamente de canal… ¡Dios! De ser así, gran parte de mis esperanzas e ilusiones quedaría hecha añicos esparcidos por el gastado parquet… La falta de pestañeo, por estar mirando para dentro de mí en lugar de para afuera, hizo que el humo se me metiera en los ojos haciéndolos arder, llorar, cerrarse.

Cuando los abrí ya era demasiado tarde. Mis traicioneros dedos lo habían rasgado por la parte de arriba, y sobre mis piernas descansaban un montón de folletos con imágenes de bocas perfectas y rollitos de primavera… Mi alma rodó por el suelo en ese mismo instante, envuelto en el remolino de flyers bicolor. ¡Nooooo!

Pero el escozor de los ojos se me resbaló hasta el corazón de golpe… al descubrir entre todos ellos una cuartilla de cartulina con unas pocas frases escritas con una caligrafía preciosa. Al devorarlas con impaciencia, el alma volvió a introducirse en mi pecho tres veces más grande que cuando se me escapó instantes antes; ocupando el hueco que le había dejado la carcajada que salió de mi garganta. Decía así:

Querido vecino de abajo:

Sí, soy la chica a la que nunca te has atrevido a hablar; ni siquiera a mirarle a los ojos. La verdad es que yo tampoco he tenido el valor de decirte ni una palabra, pero he visto tantas veces cómo tu reflejo se ruborizaba en el espejo del ascensor…

Te escribo para agradecerte la infinidad de indirectas que me has estado dejando amablemente en mi buzón durante todo este tiempo… De hecho, esta mañana, después de dos largos años de suplicio, el dentista me ha quitado los brackets. Gracias a ti, ahora tengo una sonrisa profident y me encantaría poder compartirla contigo un día de estos. Así que, espero que me invites de una vez por todas a ese restaurante chino que tanto debe de gustarte y así poder aprovecharnos de su fantástico 2×1. Pero te recuerdo que ya estamos a miércoles…

No lo dudes más. Si me lo pides… te voy a decir que sí.

Un beso desde el 8ºB.

Buzón UP

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