Hay gente que mataría…

Como cada mañana, de lunes a viernes, la radio se despertó a las 6:55h sobre la mesilla izquierda de la habitación. Sonaba la nueva versión de “Devuélveme la vida” que Antonio Orozco había grabado junto a Malú el verano anterior. Javier resopló y estiró el brazo con la intención de apagarla por 10 minutos más, pero María le detuvo…

–Déjala. Me encanta esta canción… –le rogó con voz áspera, agarrándole dulcemente del hombro desnudo.

–Cuando seamos ricos no pienso madrugar ni un solo día… –refunfuñó él mientras se giraba para dale un beso en los labios de buenos días y hacía amago de levantarse.

–Quédate un rato más conmigo en la cama, amor… –suplicó ella con los ojos aún cerrados y haciendo contrapeso con su cuerpo dibujado en el de él. No consiguió retenerle.

–María, sabes que no puedo… Si no me activo ya perderé el tren de menos veinticinco y volveré a llegar tarde.

–Pues llama y dile al pesado de tu jefe que estás enfermo, anda… Además hoy es nuestro aniversario… ¿recuerdas? –susurró María incorporándose y abrazándole por la espalda.

–Claro que lo sé… Pero no están las cosas ahí fuera como para jugarse el puesto de trabajo por algo así…

–¡Te odio tanto…! –le interrumpió malhumorada, a la vez que le empujaba con todas sus fuerzas intentando sin éxito tirarlo de la cama. Y continuó:– Está bien… vete, pero que quede claro que “por algo así”, como lo nuestro… hay gente que mataría.

Javier no contestó a esto último. Suspiró y se levantó en dirección al baño. El ruido de la ducha hizo que fuese María la que esta vez bufase indignada, cubriéndose la cara con la almohada. Mientras el agua fría devolvía a la vida a Javier, la canción de Orozco llegaba a su fin con tres pitidos: dos cortos y uno largo.

“¡Buenos días mundo! Son las siete de la mañana de este maravilloso 11 de marzo… ¡Arriba Madrid, que hoy va a ser un día inolvidable pese a la lluvia… ¡Ya veréis!”, dijo con tono alegre la locutora de radio, con la energía de quien lleva despierto ya varias horas. Y no se equivocaba… Al escuchar estas palabras, a María se le ocurrió algo: le haría caso y haría de aquel día gris uno muy especial; sorprendería a Javier, aunque solo fuese con el pequeño gesto de acompañarle al trabajo en tren sin que él sospechase nada. Siempre le decía que había que cuidar los detalles para mantener viva una relación y tenía que dar ejemplo. Además le apetecía. “¡Menuda cara iba a poner cuando la viese aparecer en el vagón junto a él…!”, se imaginó entusiasmada mientras se levantaba para preparar el desayuno.

El olor a tostadas recién hechas inundó el pequeño piso en cuestión de segundos, haciendo que a Javier se le hiciese la boca agua nada más cerrar el grifo. Sonrió. Miró el reloj empañado y vio que aún le quedaban unos minutos para compartir con María antes de irse… “¿Qué estaría tramando?”, pensó. Ella tenía turno de tarde en el hospital y le encantaba remolonear en la cama hasta un rato después de que él se hubiese marchado… Cuando llegó a la cocina vio cómo María se metía el último trozo de pan caliente en la boca y le hacía una mueca arrugando la nariz y meneando la cabeza, que le dejó totalmente chafado.

–Bueno, espero que se te pase el enfado antes de que vuelva esta noche… He reservado en ese restaurante… –Dijo con retintín Javier mientras buscaba las llaves del coche en el aparador de la entrada.

–¡Ah, perdona! Se me había olvidado decirte que lo necesito yo para llevar a mi madre a… –dijo burlona María, balanceando el llavero en su mano.

–¡Vale, no problem! Me da tiempo a llegar a la estación andando… –respondió él, mostrando una exagerada sonrisa repleta de dientes con sabor a clorofila– ¡Adiós, fea!

Cuando vio que ella le lanzaba medio riendo la zapatilla de estar por casa, cerró la puerta a toda prisa… Ambos suspiraron al unísono en lados opuestos de ésta. Después sonrieron echándose ya de menos.

María se vistió a toda prisa. Se asomó por la ventana para asegurarse de que Javier ya estaba lo suficientemente lejos del portal como para no verla salir del garaje, y cuando le vio doblar la esquina salió corriendo hacia el ascensor.

Cuando Javier llegó a la estación de Cercanías, observó en el reloj de la torre de metal que la cuida desde lo alto que faltaban tan solo un par de minutos para que saliese su tren, dirección Atocha… “No lo has conseguido, Pequeña…”, se regocijó recordando la última cara del enfado fingido de María. Se hizo hueco entre toda la gente que se apelotonaba en el andén para protegerse del frío, y esperó a que las puertas del tren se abriesen justo delante de donde él se encontraba. Lo había esperado tantas veces que ya sabía el lugar exacto donde se detendría. Esquivó el afilado paraguas de una señora que luchaba por cerrarlo en mitad de los escalones de acceso… y entró.

Durante un interminable minuto fueron entrando docenas de adormilados viajeros que se iban colocando estratégicamente en el vagón para que cupiesen los más posibles… Pero aquel día, por a la lluvia, más personas de lo normal debían de haber decidido ir en transporte público a trabajar y dejar los coches en casa; así que varios se tuvieron que quedar fuera esperando al próximo tren. Entre ellos… María.

Justo cuando aquel intermitente y molesto pitido rebotó en las paredes de plástico indicando que las puertas se estaban cerrando, Javier levantó la vista y la vio a través de la ventanilla de emergencia. Empapada, María observaba con frustración cómo su sorpresa se desvanecía arrastrada por los ríos de agua que corrían por fuera de los cristales, intentando distinguirle entre el vaho que comenzaba a blindar aquel vagón para siempre…

–¡María!, ¡María…! –acertó a gritar Javier, sabiendo que la rendija que aún quedaba abierta en la puerta no duraría los suficiente como para dejar que su propio nombre llegase a los oídos del amor de su vida… y de su muerte. Se rindió.

Pero, por arte de magia, el destino debió de decidir que aquella historia no tenía que acabar también aquel triste día de marzo, en el que ya se iban a romper demasiados sueños… Así que, hizo que la punta metálica del paraguas con el que forcejeaba la señora que casi le salta un ojo al entrar, se interpusiese entre las dos hojas de la puerta en el último instante, haciendo saltar el sistema de seguridad y volviéndola a abrir de golpe, entre los abucheos del resto de trabajadores que miraban impacientes sus muñecas.

La voz de María diciendo «Por algo así, como lo nuestro… hay gente que mataría” resonó en décimas de segundos en su cabeza y su corazón, sacándolo a empujones de su parálisis…

“¡A la mierda!”, se dijo… Y, tras varios <<Dejen paso, por favor.>>, <<Perdone, perdone.>>, y un sincero <<Le debo una, señora…>> (deuda que jamás podría saldar), Javier se encontró abrazando y besando a María en el andén, con la fuerza de quien lo hace por primera y última vez.

Cuando el aire les faltó y tuvieron que separar sus labios para dar paso a la mirada más emocionada de todos los tiempos, aquel tren maldito desaparecía ya a lo lejos… bajo un cielo deshecho en lágrimas.

En memoria de las víctimas de los atentados del 11 de Marzo de 2004 en Madrid.

Hay trenes que solo pasan una vez en la vida

10 comentarios en “Hay gente que mataría…

  1. Genial, bonita historia para recapacitar, valorar cada minuto de vida y disfrutar de todo lo que nos rodea, un beso

  2. Enhorabuena, me sumo al bonito homenaje que haces a los asesinados y víctimas de la barbarie. Fallecer, se puede fallecer por muchas causas….Y matar, creo que el ser humano mata esencialmente por egoísmo, por cobardía y para que los egoístas y cobardes no nos maten.
    Se empieza diciendo «por algo así como lo nuestro….», se acaba creyendo como cierto y al final tenemos la violencia de género, hay que tener cuidado con según que cosas, sería muy triste matar por cuatro piezas de un rompecabezas….por poner un caso ;-).

    • El que mata en esos casos no lo hace precisamente por amor, Andrés… sino por falta de él sin lugar a dudas. Incluso los que lo hacen en nombre del «dios que les inculcaron» defendiendo que fue por amor a él… no se aman ni a ellos mismos.

  3. tenia ganas de saber de jarabe de luciernaga, metaforicamente te daba muerto como los del maldito tren, me he alegrado mucho que «sigas vivo» y escribiendo cosas maravillosas como esta.

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