Melodía de invernadero

Esta es una pequeña historia metida en una botella. Una de esas que siempre han querido salir pero que no encontraba las fuerzas para empujar el corcho desde dentro. Y ahora, sin venir a cuento, como casi todo lo que me pasa, ha debido de chocar contra las rocas y partirse en mil pedazos, permitiéndola escapar. Yo que tú, dejaba que la melodía de su protagonista te envolviese…

Aquella mañana me desperté temprano. Había sido mi última noche en Dublín y al abrir los ojos fui consciente de ello. Seis meses de lluvia, inglés roto y risas en un apartamento en primera línea de tranvía. Fue lo único que me pude permitir cuando llegué a aquella minúscula ciudad repleta de almas de paso, en tránsito. Un alma más que se iba… Otra despedida. Menos mal que, cobarde de mí, como de costumbre, había planificado mi huida en el momento exacto en que sabía que mis compañeros de piso no estarían allí para montar un drama. Mi intención era levantarme, hacer la maleta rápido y dedicar mis últimas horas a deambular por aquellas calles de piedra húmeda con olor a cerveza negra que tanto habían pisado mis pies con cuidado de no resbalar. Pero mis planes cambiaron sin esperarlo…

Al abrir la puerta de mi habitación, allí estaba Mickey, aquella muchacha japonesa de la que, ahora que caigo, nunca sabré su verdadero nombre. Porque, definitivamente, el del ratón de Disney… no era. Aunque puede que ambos guardasen algún parecido en la sonrisa de dibujo animado que siempre aparecía en su pálido rostro al verme.

Haré un inciso para contarte que Mickey nunca dormía. Siempre estaba a los pies de aquel mismo sofá, sentada con las piernas entrelazadas de un modo imposible, entre sus apuntes de inglés, con un moño atravesado por un bolígrafo azul, en pijama y pronunciando en voz alta palabras en la lengua de James Joyce. La verdad es que no sonaban del todo bien con su cantarín acento asiático, pero nunca se cansaba: seguía intentándolo e intentándolo, como si su vida dependiera de ello. Por el día, solo iba a la academia. Y, jamás, en los meses que pasé allí, había faltado ni un día. Hasta ese…

Me miró con sus ojos oscuros, siempre a media asta, y, al ver mi cara de sorpresa, me dijo algo así como: “No pensarías que te ibas a ir sin despedirte de mí, ¿verdad? Venga, vístete, que vamos a pasar juntos el poco tiempo que te queda aquí. Sabes que no lo haría por cualquiera”.

Me pareció bonito, sin más, así que me encogí de hombros soltando un “OK” sonriente y me dejé llevar por ella. Tampoco tenía elección. Haberle dicho que no habría sido una falta tremenda de respeto hacia su cultura. Aunque alguna noche de cerveza en lata y pizza congelada, me había confesado que la mayor parte de lo que la gente pensaba de los japoneses era pura mentira; una pantomima que ni siquiera ellos entendían a veces: ni paz interior ni namasté ni pepinillos en vinagre. “Educación ante todo, que no se note que te estás cagando realmente en sus muertos, vamos. Bullshit!”, creo que la entendí murmurar por lo bajo uno de los días que salió el tema de la famosa cordialidad nipona.

Así que accedí, como decía. Lo preparé todo y nos lanzamos a la calle. Me dijo que me quería llevar a un sitio especial para ella. Que a veces pasaba tardes enteras allí y que, incluso en los peores días de lluvia, faltaba a clase y se escapaba a aquel lugar mágico… The National Botanic Gardens of Ireland.

Cuando dejamos atrás el río Liffey y llegamos al Jardín Botánico de Irlanda, tampoco me pareció a simple vista gran cosa, no quiero engañarte por el hecho de que esto debería ser una historia grandiosa. Porque no lo fue. Tan solo fue preciosa…

Nos pusimos a pasear entre los cientos de plantas extrañas que empañaban los cristales de los invernaderos. En pocas ocasiones hablamos. Mickey me señalaba de vez en cuando alguna flor de película de Avatar y me pedía que la oliese, para morirse de la risa al ver mi cara de asco por el olor nauseabundo que desprendía, por muy brillantes que fueran sus colores. Lo repetimos varias veces y, cada una de ellas, yo me dejaba engañar. Era alucinante escuchar su exótica y fina risilla de elfo reverberar en aquellas campanas de vidrio mohoso. ¡Ella era música para mí!

De pronto se paró frente a una enorme flor. Por lo visto, solo florecía una vez al año, según ponía en el cartel, y nosotros habíamos tenido la suerte de estar allí en aquel preciso instante. Pasamos varios minutos mirándola en silencio. Pensando. Mickey inclinaba su largo cuello de vez en cuando tratando de verla desde diferentes ángulos, no sé. Quizá solo estaba tratando de entender qué hacía aquella gigante y única criatura tropical encerrada sin haberlo pedido en un país tan encapotado como Irlanda. Sí, seguro que era eso…

Yo aproveché el descanso para hacer resumen en mi mente de lo que había vivido en aquel fugaz medio año. Me despedí en la distancia de cada peculiar personaje que había conocido, de cada cafetería, de cada rincón de cuento, de cada pinta de cerveza, de cada golpe de viento, de cada traicionera gota de lluvia… Adiós, me voy… Gracias por haber estado aquí para mí.

“Si tuvieras que elegir un superpoder, ¿cuál sería?”, soltó de repente Mickey sin separar la vista de la enorme flor. Cuando me disponía a responder que el de volar o el de ser invisible, ella me cortó: “A mí me encantaría saber qué siente la gente. No lo que piensa, ¿eh?, lo que siente… Si pudiera saber lo que piensan de mí, seguro que me moriría de pena. Sí, eso sí que sería un superpoder útil. Así podría darle a cada uno lo que necesita en realidad, no lo que cree o dice que quiere”.

No supe qué responder. Tenía tanto sentido lo que había dicho, que me sentí estúpido por haber elegido volar o ser invisible. ¡Para qué? ¡Ambos solo servirían para esconderme o huir, como había hecho toda mi vida! Y me emocioné…

Entonces Mickey dejó de improviso de mirar la flor y me buscó los ojos desbordados de recuerdos. Y, por primera vez en seis meses, me tocó. ¡Qué digo!, me abrazó con tanta fuerza que compensó todas las ocasiones en que había evitado el contacto físico, como lo hacía con el resto de la humanidad. (Era muy japonesa frente a la galería, ya sabes). Y, en ese exacto momento, supe que ella era muy consciente de lo que yo estaba sintiendo. Y yo, de que estaba a punto de perder para siempre a una superheroína que podía saber lo que sentían los demás, lo que necesitaban…

Y me secó las lágrimas con la manga de su jersey de lana fucsia.

Y me besó en la mejilla con olor a chicle de cereza.

Y se despidió con su mejor sonrisa encriptada.

Y se giró sin más preámbulos.

Y se perdió entre las flores.

Donde pertenecía.

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