Sin tren de aterrizaje

Hacerse mayor asusta. Sí, asusta porque te das cuenta demasiado tarde de que lo eres. Cuando lo hecho hecho está y no hay vuelta atrás. Cuando tus éxitos, tus fracasos, tus decisiones, tus sueños cumplidos o rotos ya no importan. Son recuerdos. Y los recuerdos, como los amores platónicos, no se tocan…

Produce un vértigo terrible mirar hacia abajo y ver que ahora vuelas sin tren de aterrizaje. Ser consciente de que, donde te dejes caer, ahí tendrás que quedarte para siempre. Y por eso, desoyendo mis propias palabras, para variar, de un tiempo a esta parte solo persigo amores platónicos. Porque no tengo nada que perder. Porque ya solo pienso apostar a caballo ganador o a nada, y tu equis marca mi tesoro desde hace una eternidad. Así que huye y escóndete antes de que apague motores. Último aviso.

Aunque esté convencido de estar haciendo malabares con mentirosos recuerdos a la carta, nada hará que ceje en mi empeño de seguir clavándolos con alfileres cuidadosamente seleccionados en el corcho de mi bestiario particular, convirtiendo lo feo en bonito; el blanco y negro, en colores brillantes; y los puñetazos, en caricias. Porque, estando a tanta altura ya del suelo, me niego a participar en juegos de mesa y sábanas de los que no me sé las reglas… Nuevas reglas que, hoy por hoy, mi cuerpo, mente y corazón, más tozudos que nunca, no tienen ninguna intención de aprender. Voy con todo. Voy con lo que soy.

Así que estás advertido, mi querido amor platónico: si me ves sobrevolar tu tejado en círculos concéntricos, tienes tres opciones: dispararme antes de que me pose, y se acabó la rabia; hacerte la dormida, dejándonos a mereced de un improbable alarde de valentía por mi parte; o abrir puertas y ventanas de par en par para asegurarnos de no salir con vida de este aterrizaje forzoso. Pero juntos.