Hay una frase que dice que todos somos muy valientes… hasta que la cucaracha vuela. Siempre me había reído de ella, hasta que ayer lo viví en mis propias carnes.
Al abrir la cortina de la bañera tras terminar de ducharme, me di cuenta de que, para variar, me había olvidado la toalla en el bidé, al que no llego por mucho que me estire. Justo antes de plantar el pie empapado en la alfombrilla de fuera, por suerte, detecté por el rabillo del ojo algo rojizo y gordo sobre ella. Entre el vaho y que, no sé a vosotros, pero a mí esto de la cuarentena me ha hecho perder vista, lo primero que me pareció ver… fue un dátil. (Vamos, lo típico que encuentras en el baño de tu casa.)
Me paré en seco y retiré el pie muy lentamente, devolviéndolo dentro de la bañera, tratando de pensar que qué podía habérseme caído antes de entrar a la ducha en pelotas. No me vino nada a la mente porque, fuera lo que fuera, lo habría oído caer, seguro. ¡Los dátiles pesan, joer!
Cuando me incliné para verlo mejor, unas gotitas se desprendieron de mi pelo, ahora sedoso por el acondicionador… (esto es mentira, no conozco a ningún tío que use eso, pero quedaba bonito en el relato) impactando cerca del fruto tropical, haciendo que se desplazase unos centímetros hacia un lado y despegase del cuerpo unas antenas asquerosamente largas hacia mí, a la vez que acomodaba unas alas asquerosamente semitransparentes. ¡Su pu** madre! ¡Era una **ta cucaracha de esas que salen en las películas en las que se acaba el mundo y solo sobreviven ellas!
Imaginaos aquella escena dantesca: desnudo, chorreando, sin ver un pijo, con el corazón a punto de explotarme y un bicho de tal calibre mirándome a los ojos, mientras movía sus antenitas y alitas gigantes de manera amenazante.
Creo que jamás he sido tan sensato como en ese instante de pánico, pero el instinto de supervivencia me gritó que solo iba a tener una oportunidad y que, como perdiese los nervios y fallase, me iba a partir la crisma del susto y el asco en la bañera, y la imagen para quien me descubriese seco en esas condiciones iba a ser imborrable. No podía hacerle eso a mi familia…
Si al menos hubiera tenido a mano la toalla, podría habérsela tirado encima y pisotearla, o directamente salir corriendo dando gritos y poner el piso en venta para nunca volver; pero ya he dicho que me la había olvidado en el bidé y si intentaba llegar a ella por encima del dátil mutante, mi cuerpo desnudo iba a quedar totalmente expuesto a su mordedura letal. Y además, sabía a qué parte iba a lanzarse primero, aunque en esos momentos estuviese metida para dentro, y creo que aún no ha salido…
Miré a mi alrededor: un bote de champú casi vacío y uno de gel enorme y lleno. Ese último tenía que ser mi arma, estaba decidido. Pero sabía que solo disponía de un tiro. No podía desperdiciarlo. Muy lentamente, lo cogí por el tapón, asegurándome de que estaba bien cerrado…
El vaho había ya casi desaparecido por completo, así que, si yo ya podía ver perfectamente sus ojitos de cucaracha africana y sus intenciones, ella podía ver también las mías, seguro. No sé si era por el frío que estaba empezando a sentir o que estaba cagado de miedo, pero mi pulso no era precisamente de cirujano. ¡Mierda! No podía esperar más, estos animales del demonio son impredecibles, que lo dice Frank de la Jungla…
Como si mi brazo fuese una grúa de esas que ensucian las vistas de Madrid cuando salimos a aplaudir al balcón, situé sin prisa el pesado bote de gel aproximadamente medio metro sobre mí peor enemiga… Ella dio un respingo; y a mí, casi un infarto. «¡No vueles! ¡No vueles, por favor!», susurré, intentando disimular las lágrimas, como cualquier buen macho alfa haría. Había llegado el momento: conteniendo la respiración, mientras hacía más cálculos en tres segundos que un artificiero antes de decidirse entre cortar el cable azul o el rojo… lo solté.
Aquel crujido fue lo peor que he escuchado y que escucharé en mucho tiempo, pero me dejó claro que ¡había dado en la diana!
En un santiamén, ya sin temor a desnucarme, salté fuera de la bañera y me abalancé sobre el bote de gel, poniendo encima todo el peso de mi cuerpo arrugado por el agua. Fue repugnante ver cómo asomaban las antenitas, sin dejar de moverse al mismo tiempo que el crujido se intensificaba en mis oídos. (Hoy he dormido fatal.)
Después de retorcer y volver a retorcer el bote sobre sí mismo con todas mis fuerzas (a la vez que soltaba insultos gordísimos que no voy a repetir aquí) durante cerca de un minuto, las antenas dejaron de moverse… Había ganado.
Con las mismas, envolví con la alfombrilla bote y todo y, sin pensármelo dos veces, lo cogí, corrí por el pasillo y lance el paquete por la ventana del séptimo en el que vivo…
No escuché ningún grito, así que imagino que no le cayó a nadie en la cabeza. Aunque tampoco estoy seguro, porque antes de que tocase la acera, ya había cerrado la ventana de un golpetazo, pudiendo recuperar al fin el aliento y la hombría de mierda que tengo.
PD: Creo que jamás volveré a comer dátiles.