La lámpara de la pared se encendió como por arte de magia, haciendo que la anciana abriera los ojos de golpe. Algo aturdida, se quedó por un buen rato con la mirada perdida en el techo, intentando recordar si sería por la mañana o si la siesta se le había ido de las manos otra vez. Pero no, no encontró la respuesta en aquella impoluta pintura blanca. Quizá, porque la veía borrosa. Al echar mano a la mesilla de noche para tratar de encontrar sus gafas notó que en ellas había un papelito adherido. Se incorporó, se las puso y leyó con curiosidad lo que había escrito en aquel pósit de color rosa: “¡Buenas tardes, señora Julia!”. Nada más. Se encogió de hombros, indiferente.
Del respaldo de la silla que había junto a la cama colgaba una bata de boatiné. Olía a suavizante y empezaba a hacer un poco de frío, así que, no sin sentir algún pinchazo de dolor en las rodillas, se levantó y se la echó por los hombros sin más dilación. «No es fea del todo —pensó—. Servirá». Retiró la silla y, como un autómata, se dirigió al minúsculo baño de la habitación dando pequeños pasos. Allí encontró otro papel pegado al espejo; esta vez, amarillo: “¡Pero qué guapa está, señora Julia!”, podía leerse con la misma letra que antes. Frunciendo el ceño, lo despegó para poder contemplar su reflejo completo. Puso cara de pocos amigos. «¡Bah, tonterías!», farfulló mientras hacía una pelotita con el papel y lo dejaba caer dentro de la papelera repleta de pósits arrugados que estaba bajo el lavabo. Luego se atusó un poco pelo. La verdad es que aunque lo tenía completamente blanco, estaba muy limpio y brillaba como las salinas en las que jugaba en verano de niña con sus cinco hermanos… «¿O eran seis?», se preguntó con un hilo de voz.
El rugido de su estómago la sacó de sus profundos pensamientos y la empujó hasta la neverita que había junto a la ventana. En la puerta había otro papel azul, que decía: “No abrir hasta las 20h”. Haciendo un mohín miró el reloj de pared que tenía sobre el cabecero de la cama. ¡Pero si eran todavía las 18h y se moría de hambre! Sin pestañear, tiró del asa de la puerta y la abrió, dejando escapar de su interior un aroma dulzón que le hizo la boca agua. Se asomó al frigorífico. Al fondo vio lo que estaba buscando, como si lo hubiese hecho montones de veces ya: ¡una tartaleta de manzana con una pinta increíble! Pero en el mismo estante, justo delante del ansiado postre, había un libro con otra nota encima. Esta vez, más larga: “¡Le he dicho a las 20h, señora Julia! Menos mal que ya nos conocemos… ¿Qué le parece si deja la tarta en la repisa de la ventana para que termine de enfriarse y lee hasta entonces unas páginas de su libro favorito?”.
Resoplando, apartó el libro con desdén y tocó la tarta con la yema de los dedos: «¡Au, pues sí que quema, caramba!», masculló soltando un respingo. A continuación cogió aquel manjar por el plato en el que estaba, abrió la ventana y lo dejó en el poyete con resignación. El bajo donde vivía daba a un gran jardín de césped muy bien cuidado y estaba salpicado por algún que otro rosal. El sol ya descansaba en el horizonte y la vista era preciosa, aunque no se veía ni un alma y el silencio solo era roto de vez en cuando por el piar de los pájaros que jugaban entre las primeras rosas de marzo. Bostezó.
Ya sentada a los pies de la cama y el libro sobre el regazo, leyó la portada: Mujercitas. Meneó la cabeza: «¿Mi favorito? Pues tiene una pinta de bodrio…». Más o menos a mitad de la novela sobresalía un marcapáginas. Cuando la abrió por la hoja señalada, le sorprendió que estuviese plastificado; pero no, que tuviera otro mensaje escrito: “Señora Julia, va por donde Jo se corta su preciada melena para que su madre pueda comprar el billete de tren e ir visitar a su marido herido en la guerra. Siempre que me lee esta parte, me dice que ella es igual de valiente que usted de joven. ¿Se acuerda?”. Los ojos de la anciana se iluminaron con una lucidez repentina. «¡Claro que me acuerdo! ¿Quién podría a olvidarse de Josephine March?», gruñó. Y con gesto intrigado, se sumergió en la lectura.
Un aplauso proveniente de fuera, que aumentaba de intensidad con cada una de las ocho campanadas que comenzó a dar el reloj de pared, la arrancó de sopetón de las letras que a esas alturas ya le empañaban la mirada. Extrañada, dejó el libro a un lado, se enjugó las lágrimas por debajo de las gafas y se dirigió a la ventana. Al abrirla, no podía creer lo que estaban viendo sus ojos: clavada en medio de la tartaleta de manzana, ahora titilaba una vela encendida. Y tras ella, a pocos metros de distancia, un ejército de enfermeras, médicos, limpiadoras y celadores ataviados con batas, mascarillas y guantes la aplaudía con todas sus ganas. En sus solapas, un escudo: Residencia Las Rosas. Una de aquellas heroínas dio un paso al frente y gritó, intentándose hacer oír entre los aplausos con una voz que a la anciana le resultó muy familiar: «¡Felicidades, señora Julia!». Ese pistoletazo de salida hizo que el resto de compañeras y compañeros se arrancara a cantar el “Cumpleaños Feliz” sin dejar de dar palmas.
Emocionada, la señora Julia se unió al aplauso al mismo tiempo que en sus labios mudos se dibujaba un «gracias»; y en su mente, todos los recuerdos que se le habían caído tras la almohada, como cada tarde durante la siesta. Cerró los ojos y, mientras soplaba aquella vela casi consumida, formuló un deseo: «Dales fuerza para soportar esto, Señor. Por favor, protege a mis rosas». Y, al fin, sonrió.
Ooooh es precioso Jesús. Me ha encantado. ¡¡Bravo!!
¡Me alegro de que te haya gustado! La verdad es que en estos momentos tan duros, no creo que nada ayude más al resto que lo que cada uno hace con todo su cariño. Por pequeño que sea. ¡Sigamos, que lo vamos a lograr!
Desde luego. En los malos momentos es cuando se ve la solidaridad de la gente.
¡Ánimo, ya queda menos!
Buen día