Pese a que consiguió sonsacarme en un descuido que no era la primera persona en la que pensaba al despertar, ella se quedó a mi lado… Yo no entendía nada. Ahora que conocía mi monstruo, mi secreto, tenía el motivo perfecto, y despiadado al mismo tiempo, al que agarrarse para salir corriendo al fin. Pero, ¡¿por qué no lo hacía?!
En el fondo fue un alivio liberarme de una carga tan pesada, y que me hacía sentir terriblemente egoísta. Ya no soportaba más dejarme querer, no pudiendo contrarrestar por completo aquellas miradas, aquellos besos, aquel calor que me mantenía vivo de noche, pero que me mataba con el primer rayo de sol. Y aun así, se quedó. Quizás, porque ya lo sabía antes de arrebatármelo de los labios… Eso es: me conocía demasiado bien como para ver reflejado en mis ojos lo mismo que ella sentía al no ser correspondida por alguien a quien creía amar. Reconoció perfectamente el sabor metálico que deja en la boca ese mensaje que nunca llega, ese miedo a preguntar lo que no quieres saber, esa certeza infundada pero asesina de no estar a la altura de un desconocido que cada día es más y más impresionante en tu imaginación, y cuyo precioso caballo blanco pisotea sin piedad las flores de tu pequeño jardín.
Pero se quedó. Y me abrazó más fuerte de lo que nunca nadie lo había hecho antes. Y con eso me bastó para saber de una vez por todas en qué consistía el amor, del bueno.
Y me quedé.