Se estima que el ser humano apareció en la Tierra hace dos millones y medio de años (semana arriba, semana abajo). Pues bien, tras todo este tiempo de evolución, cada vez nos parecemos más a las moscas. Sí, ésas que ven una rendija por la que colarse allí donde pinta y huele bien la cosa, y se lanzan como un halcón sin importarles si serán capaces o no de encontrar la salida después. O lo que es peor, si aun encontrándola, y por muy grande que sea el ventanal, querrán saltar del barco antes de que se hunda con ellas dentro; o si seguirán golpeándose sin descanso contra un cristal que no tienen ninguna intención de atravesar, aunque pudieran.
Te cuento esto, porque últimamente me siento como el Christian Grey de las moscas: contemplo sin inmutarme el desvencijado navío del que un día cualquiera, hace lo que hoy me parece una eternidad, me convertí en polizón de segunda clase. No me preguntes por qué, pero aquí sigo.
¡¿Crees que no lo veo?! Claro que sé que sus velas están cada vez más desgarradas, sus remos astillados y el olor a azúcar quemado por el calor de la bombilla que antes me atraía, ahora me resulta asfixiante. Pero, ¿qué quieres que haga?, el chorro de la cera de mis alas derretidas resbala por mis patitas produciéndome un dolor placentero, al que, por lo que se ve, soy adicto. Y vuelvo. Y vuelvo. Y vuelvo a posarme sobre su vidrio incandescente hasta abrasarme las palmas de las manos y las plantas de los pies; mirando, como anestesiado, cómo las demás moscas escapan por una ventana ya rota, mientras su rey se queda inmóvil, esperando a recibir el golpe de gracia contra el fondo de tu desierto.
Pero, descuida, ese cañonazo, si no me mata, me liberará al fin. Y volaré de nuevo.
Realmente bueno, lo disfruté 😊
Un saludo
Me alegro mucho, Úrsula! :)