La niña que escribía cartas que nunca enviaba

Pese a estar seguro de que ella lo hacía con la mayor de las delicadezas para no molestarme a las tantas de la madrugada, a menudo me despertaba el rasgar de una hoja al ser arrancada de la espiral de su cuaderno de rayitas. “Ojalá yo también pudiese soñar así de alto, donde nada sea capaz de hacerme bajar”, me decía algunos amaneceres con ojillos cansados. Yo por aquel entonces no sabía a qué se refería. Y para cuando lo descubrí… ya era demasiado tarde. Espero poder perdonarme algún día.

Al principio, cuando la sorprendía en mitad de su ritual nocturno y le preguntaba que qué escribía, ella siempre respondía: “Cosas que no interesan a nadie, bobadas… pero que a mí me ayudan a llamar a los sueños si me desvelo”. Hasta que un día dejé de preguntarle… Y a partir de ahí, cuando sucedía, me limitaba a quedarme inmóvil, fingiendo dormir, conteniendo la respiración y las pestañas para no perderme ni un solo gesto de esa niña que inventaba mundos a los que escapar cada noche de insomnio. Mi niña. Mi mundo. (Ahora que lo pienso, creo que alguna vez me pareció verla llorar… Pero nunca dije nada por no romper su intimidad, convencido de que eran lágrimas de emoción. ¡Seré estúpido!)

Me podía pasar horas observándola sin que ella se diese cuenta: alumbrada por la luz de una vela con olor a vainilla, mordiéndose la lengua y mirando a través de sus gafas de cerca muy concentrada. Decía que con ellas estaba muy fea y que no quería que la viese cuando las llevaba puestas. Era cierto que quizás le quedasen un pelín grandes sobre su naricilla de botón, por lo que cada dos por tres se le resbalaban y tenía que ajustárselas de nuevo con fastidio. Pero a mí me parecía que estaba preciosa.

Un día encontré por casualidad aquel cuaderno oculto bajo el amasijo de ropa interior de nuestro cajón desastre compartido. He de reconocer que alguna vez tuve la tentación de echarle un vistazo, pero os juro que jamás lo hice; aunque ahora me castigue por no haberlo hecho cuando tuve la ocasión… Hallé su escondrijo buscando el par de calcetines que ella me había regalado por nuestro primer aniversario: eran demasiado coloridos y desiguales, pero me los había tejido con tanto cariño… que yo me los ponía sin falta cada vez que tenía una entrevista importante. Siempre pensé que me traían suerte al haber salido de sus manos y su ilusión. Y aunque ella me repetía que la suerte no estaba en las cosas sino en las personas como yo, no la quise creer nunca, y lo seguía haciendo por si acaso. (Miento, me los ponía en realidad porque me encantaban las carcajadas que soltaba cuando veía lo ridículo que estaba con ellos. Pero guardadme el secreto…)

Una mañana, al despertar, descubrí que no estaba a mi lado. La busqué por todos los rincones del que se había convertido en un piso hueco, muerto. Pero nada, se había ido… Revolví nuestro lejano universo buscando una pista, hasta que encontré su desnutrido cuaderno bajo la almohada. Encima de él, mis calcetines de la suerte. Dudé si abrirlo por unos largos minutos. No estaba seguro de si quería saber o no qué había dentro. Al fin lo hice: tras la tapa de cartón solo quedaba una página con la mitad de los flecos desgarrados (supongo que se arrepintió a medio camino de arrancarla por completo, por temor a llevarse también mi cordura entre sus alas de mariposa). Y en ella, escrita con caligrafía irregular y emborronada en algunas partes, la primera y última carta que ella me envió en toda su vida. Una carta de despedida:

«Perdóname, cielo, perdóname. Debería haberte enviado las cartas que te escribí cuando te sentía tan cerquita, a un palmo de mis miedos. Lo siento. Todo hubiera sido diferente. Porque sí, eran bobadas, cosas que no interesaban a nadie… salvo a ti. Ahora lo sé. Porque me quitaban el sueño, y por mucho que he buscado en mis mundos inventados, yo sola no he encontrado la fórmula mágica para recuperarlo sin romper el tuyo. Me muero de pena al pensar que si te las hubiese dejado leer, tan solo una de las tantas veces que me lo pediste, probablemente habrías encontrado la manera de subirme en tu cometa sonámbula. Pero no lo hice. Y ya no hay tiempo. Hoy he dejado de soñar contigo… Perdóname, cielo, perdóname.»

EPÍLOGO: Cerré el cuaderno sobre mis rodillas, al igual que los ojos. Y con un extraño nudo en el pecho, atado a partes iguales por cuerdas de tristeza, orgullo y felicidad que solo ella hubiera sido capaz de desenredar, susurré: «¡Sueña alto, pequeña, sueña alto! Hasta donde nada ni nadie pueda bajarte nunca. Ni siquiera yo».

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