Hace unos días viví la historia de amor más breve e intensa de todos los tiempos. Bueno, quizás sea yo el único de los dos que se atreva a catalogarla como historia de amor. Pero eso es lo de menos, porque, aunque me hubiera encantado estar dentro de su mente en aquel momento y formar parte de su cuerpo el resto de esta cruel eternidad que ahora nos separa, ambos supimos al instante que lo nuestro era imposible…
La nieve me sorprendió deambulando por la abarrotada calle de Madrid que recorro a diario del trabajo a la estación de tren, cuando las farolas ya están incandescentes y el horario comercial da sus últimos coletazos. Mi intuición al mirar el cielo al despertar aquella mañana me había vuelto a fallar, y mi atuendo no era el apropiado para el imprevisible cambio climático del que no dejan de hablar en los telediarios.
Mis pasos cada vez más rápidos y mis pestañas llenas de escarcha, me condujeron por instinto hacia el escaparate de una de esas tiendas donde desproporcionados maniquíes se ríen de ti desde el refugio que les regalan sus carísimos abrigos de piel, sabiendo que tú nunca podrás permitirte uno de esos cálidos abrazos que ellos reciben cada febrero. Entonces fue cuando la vi reflejada en el cristal, a mi espalda. Aquellos enormes ojos azules robaron el vaho que salía de mi garganta, y apostaría -y no perdería- a que también cortaron el aliento a nuevo de los engreídos espantapájaros que, mirando por encima de mi hombro, se morían de envidia al ver esa mágica mirada insertada en mí nuca y no en sus estilizados cuerpos de plástico. Hasta ahora, inertes.
Cuando reuní el valor suficiente, giré sobre mí mismo y me la encontré frente a frente, más cerca de lo que su fantasma me había querido mostrar un par de segundos antes. Aquel par de zafiros brillaba de manera sobrenatural, multiplicando por diez la luz que emanaba de los fluorescentes del escaparate y quemando mis retinas; al tiempo que el color carmesí de sus labios asesinos dibujaba una sonrisa difícil de descifrar. Varios mechones rubios se escapaban irreverentes por debajo de un gorro de lana rojo, perfectamente conjuntado con un abrigo ceñido a su figura de muñeca, modelada por un genio. Los botones superiores de éste, desabrochados como por casualidad, dejaban al descubierto la piel de su cuello de porcelana, que se perdía hacia su pecho entre los estoicos remaches de su blusa de seda. Tragué saliva…
Dejó rodar desde su boca perfecta un “hola” con ecos del Este, tan dulce y seductor a la vez que el calor volvió a mi sangre y mis mejillas haciéndolas rozar el punto de ebullición en un santiamén. Os juro que hasta dejó de nevar… Aquella palabra, normalmente vacía, pero que en esta ocasión estaba llena hasta los topes de preguntas sólo inventadas para valientes, junto con el perturbador perfume que inundó todos y cada uno de mis sentidos, marcó el principio y el final de aquel sueño fugaz, demasiado bello como para que uno se niegue a creérselo de primeras.
Tardé un par de profundas y heladas inhalaciones en responder con un carraspeo, una sonrisa halagada y un poco original “hola” que sonó a despedida; aunque los dos fuimos conscientes de que no me habría movido jamás de su lado si me lo hubiese pedido.
Aquella preciosa hada madrina de ciudad, de ésas que cumplen deseos pese a tener las alas rotas y abrasadas, me miró con ternura, ladeó un poco su cabeza e hizo un mohín que tardaré siglos en olvidar. Luego emprendió su huida sin prisa, como si nunca hubiéramos existido ni ella ni yo. Como si nunca hubiese existido un nosotros. Una técnica letal que me dejó tan muerto como los maniquíes que esperaban impacientes a que tomara una decisión, a sus ojos, cristalina; aun sabiendo que aquella encantadora de serpientes solitarias la habría utilizado cientos de veces antes que conmigo…
Me quedé anclado al suelo un ridículo aunque placentero minuto, inmóvil, sonriendo como el tonto que se aferra a su mentira, negando con la cabeza mientras deslizaba la cremallera de mi chaqueta primaveral por sus dientes hasta mi barbilla. Y al fin reaccioné: metí las manos en los bolsillos y obligué a mis pies ateridos por aquel falso espejismo a seguir Calle Montera abajo… luchando con todas mis fuerzas contra las ganas de volver la cabeza y mirar atrás.
No lo hice. Pero lo hubiera hecho de no ser por ti.
BUEN RELATO
¡Gracias!